Ileana Andrea Gómez Gavinoser

jueves, 12 de agosto de 2010

HISTORIA DE UN ADÁN NEGRO




La paleoantropología nos dice –y ya pocos lo discuten– que la evolución humana nació en Este de Africa y que de allí proceden los esqueletos de los homínidos más antiguos. Estas trágicas criaturas –nuestros mayores en el tiempo–, que tuvieron una existencia tan desgraciada y miserable, vivieron hace un millón y medio de años y recién mucho después de su aparición se extendieron por Europa y Asia.

Si esto fue así, tendríamos que ir pensando en cambiar la imagen que tenemos de un pálido y fino “Adán blanco” por la de un rudo y patético “Adán negro”. La figura que nos muestra la ciencia, difiere de la del blanquilindo que nos muestra la pintura clásica. El ejemplar que señalan los investigadores también anda desnudo, pero es mucho más antiguo, no habla; con voz cascada suelta gritos inarticulados, gruñe, tiene otro color y un andar simiesco. El nombre que le han dado a ese supuesto primer hombre descolgado del árbol del tiempo es sugestivo, melodioso, breve como una inicial; es nombre de genealogía fundacional; su cuerpo, hecho por Dios con el polvo sacado de la santa madre Tierra, posee el cálido matiz del lodo original; tiene la misma gama –no podía ser otra– que detenta el barro con que fue tallado.

Este Adán, tiene la piel semejante a la corteza ajada y cenagosa del primer árbol de la Creación; la cabeza ramificada y cubierta con la frondosa espesura capilar de un follaje indómito; es muy sucia y está revuelta. No obstante, su vida desventurada es musical como un nocturno triste que suena quedamente bajo una Luna fría y lejana. Sus ojos pardos son oblicuos, recelosos, pequeños, y su mirada opaca está llena de inocencia y de miedo. Su nariz es respingona y sus fosas de fauno selvático, son pequeñas ventanas redondas que a veces, urgidas por las necesidades que lo apremian se dilatan; como cuando debe olfatear a lo lejos al enorme animal que lo amenaza; o husmear con atención, para descubrir a la pequeña presa escondida que le servirá de alimento.

No quiero cuestionar el relato bíblico, ni está en mi ánimo provocar a sus creyentes; cada terráqueo tiene el legítimo derecho de elegir los alimentos materiales y espirituales que lo sustentan –“Cada lechón en su teta es el modo de mamar”–.

Entre otras cosas, digo que en la fase inicial de su leyenda, el olfato para los homínidos tuvo un rasgo primordial, sin parangón con ningún otro. En una ordenación categorial de los sentidos, para nosotros, el olfato ocupa un sitio muy modesto y sus galones son de un grado subalterno; Para los primates en cambio fue el órgano cardinal, el que le permitió sobrevivir, el que salvó de su extinción a la raza nueva que con él nacía.

Se bien que Adán como objeto de conocimiento, no reúne los requisitos categoriales, espaciales y temporales, que necesita un ente para poder ser aprehendido. Entonces tengo que resignarme y habituarme a su anormal forma de estar, que es el estar con nosotros en el modo de la ausencia; sin embargo, mi afán de estar junto a él no languidece; querría poder abrazarlo con amor filial, sentir su calor, darle el mío, y decirle que estoy orgulloso de mis antepasados, de ser descendiente de la raza negra y ser heredero suyo; pero eso no es posible porque “El Gran Mago” –Dios–, se reserva para sí todos los trucos y no permite que nadie –ni en nombre de los sueños– pretenda alterar las leyes espacio temporales del Universo; lo protege a él y a su albergue natural la caverna, detrás de un horizonte inaccesible de remota lejanía y lo tiene alejado de mi anhelo y de mi casa.




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