Ileana Andrea Gómez Gavinoser

lunes, 16 de mayo de 2011

UN SECRETO

UN SECRETO

Una peluquería de mujeres en Caballito. Primeras horas de una tarde de agosto. La dueña está sola. Se abre la puerta de entrada y entra una mujer madura aún hermosa. A la peluquera se le ilumina la cara. La visita le produce enorme regocijo.

–No puedo creer lo que estoy viendo. Dora, ¿sos vos o veo visiones? ¡Qué alegría! Cuánto tiempo sin verte. –Se abrazan efusivamente.

–A mí también me parece mentira. Un par de años sin encontrarnos.

–¿Siempre vivís en Devoto?

–Sí, y todavía en el mismo edificio. En la época en que venía todas las semanas a arreglarme, me traía Cholo en el coche, ¿te acordás?

–Sí, lo recuerdo. ¡Qué hombre amoroso!

–Falleció hace dos años en la ruta.

–Me dejás helada.

–Fue un accidente terrible. Íbamos a viajar los dos. Por una pelea familiar sin importancia, por testaruda me quedé en casa. Como éramos unidos y casi siempre viajábamos juntos, cuando me enteré, temí que por manejar trastornado por la disputa, estaría descontrolado, y por eso me sentí responsable de la desgracia. Me quedó un cargo de conciencia que no me abandonó jamás. Para que imagines lo que fue la tragedia, te digo que el coche quedó destrozado, hecho mil pedazos.

–Imagino cómo te habrás sentido. Solo se me ocurre un tardío y tonto consuelo diciendo solo lo que se me ocurre: tu vida, aún sola sigue; siempre fue así. Y ahora que no tenés quien te traiga y con lo mal que anda el transporte, venir desde tu barrio te resultará incómodo. ¿O acaso estabas de paso por aquí y viniste a saludarme?

–No. Ni estaba de paso ni entré a saludarte. No soy la única que viaja en colectivo y al fin de cuentas no tarda tanto. Vine especialmente para que vuelvas a atenderme. Llegué temprano porque hoy es sábado y más tarde, tenés tantas clientas que tu local se llena de gente.

Le mira la cabeza y frunce el ceño.

–Perdoname, no puedo con mi genio que es más fuerte que el tacto; no es por criticar pero… no me gusta tu peinado. En tu barrio, ¿quién te atiende

–Nadie. Al morir mi marido, traumatizada por el siniestro y por creerme culpable, caí en un pozo depresivo muy grande. Durante estos dos años no salí a pasear sola ni con ninguna amiga. No volví a comprarme ropa ni a arreglarme el pelo. Si hubiera querido hacerlo, no se me habría ocurrido cambiar de peluquera. Aunque nunca vestí de negro, el duelo y un velo de tristeza me cubrieron siempre. Pero bueno, empecé a resignarme y pensé: “Ya es tiempo de normalizar mi vida”.

–¿Qué pasa? ¿Hoy tenés una fiesta familiar?

–Yo que nunca gané nada, en un sorteo saqué una invitación válida para dos cenas gratis en un restaurante del centro. La tarjeta dice: “Incluidas las bebidas y los postres”.

–¿Quién te va a acompañar?

–Mis pocas amigas están casadas y tienen chicos que cuidar. Primero pensé en ir sola; volver a pasear por Corrientes, ir temprano para ver vidrieras antes de comer. Pero después recapacité: tendría que volver sola a medianoche a Devoto y la verdad, me dio miedo.

–Entonces, ¿qué hacés acá?

–Vine a que me hagas todo, también las manos. Decidí ir. Tal vez sea de mal agüero darle la espalda a la suerte porque podría ser un llamado del destino, acaso un anuncio. Debo meditar; tal vez mi estrella me está aconsejando que ya es tiempo de dejar el luto.

–¿De modo que vas a ir sola?

–No… Te digo: en el mismo edificio, en el quinto, tengo un vecino que vive solo. Es buena persona, agradable; es hombre joven. No tenemos amistad pero, invariablemente, ya en vida de mi esposo, con él manteníamos un trato cordial.

–Y con vos –suspicaz y de reojo– ¿la relación es nada más que cordial?

–Cuando quedé viuda nunca me insinuó nada. Es muy respetuoso, pero una mujer normal sabe cuando es deseada; adivina quien es el que sueña con llevarla a la cama; se da cuenta cuando la miran con un interés diferente y, si el que la mira a ella le gusta, siente un estremecimiento.

–Y vos, ¿cuando te hace ojitos te sentís sacudida? –La peluquera es un torbellino haciendo preguntas– ¿Qué sentís al encontrarlo? Contame. ¿Está fuerte? ¿Cómo se llama?

–Eduardo. Es simpático, servicial, educado, viste bien y además es apuesto.

–Aunque soy insistente, no pregunto más. Ya sé como sigue la cosa. Él te va a acompañar.

–Dame tiempo a contarte, no seas impaciente. Días pasados estaba pensando en él cuando se cruzó conmigo en la puerta de entrada. No sé de donde saqué coraje porque a boca de jarro le disparé: “Gané una cena para dos. Tengo muy pocos amigos y la casualidad te puso en mi camino. Te invito. ¿Querés venir conmigo?”

–Creo que soy más afortunado que vos que la ganaste. Para mí es un orgullo que me hayas elegido. ¿Tenés idea de cuantos varones envidiarán mi suerte?

Después de haber cenado magníficamente, ya en la calle, Eduardo dice:

–Estuvo todo genial. Como no estoy acostumbrado a comer gratis, ahora me corresponde invitarte a mí, ¿aceptás?

Dora, sorprendida y feliz, contesta sin vacilar:

–Acepto.

–¿Adónde te gustaría ir?

Al fin, en las penumbras de su duelo, una luz. Después de un largo desgano, otra vez las ganas. Consumida la interminable tristeza, bienvenida seas, alegría. La señora atada al pasado se quedó en su barrio; la que salió, es una mujer liberada que no quiere oler a ama de casa, sino a hembra.

Eduardo le repite:

–¿Adónde te gustaría ir?

–No estoy acostumbrada a salir. –Indecisa, pensando en sus adentros que era hora de dejar de languidecer con tanto ayuno–: No me lo vuelvas a preguntar. –Y con una sonrisa enigmática, insinuante: –Adonde me quieras llevar. No tengas reparo, animate. Con mucho gusto te voy a acompañar.

*

Sábado, media noche. Villa Devoto. Modesto café de barrio pobremente iluminado. Pocas mesas con parroquianos en ellas. En el medio del salón, cerca de la medianera, un antiguo mostrador con una rayada tapa de estaño. Detrás, está el dueño del local con cara de aburrido, con un escarbadientes en la oreja y un pestilente toscano apagado entre los labios resecos. Al fondo, dos mesas de billar; una, ocupada. Sobre la pared, las parrillas para anotar las tacadas. En un rincón, la puerta del baño de varones; el de mujeres está en el reservado que usan las parejas que están en la trampa. Contra la vidriera, solo, está sentado Alfredo. Es antiguo vecino; no deja de mirar hacia afuera. Mira y no ve. La vereda es un producto envasado en sombras. No pasa nadie; es una calle mal iluminada y poco transitada. Espera a un amigo; con él se lleva bien. Hace años que pasan los sábados juntos. Les gusta el billar. No cambia de compañero porque los demás no saben jugar a tres bandas. Mientras juegan en el paño verde, intercambian confidencias sin soltar los tacos y ríen divertidos hasta la hora del desayuno. Lo está esperando; extraña su compañía. Le dijo que iba a llegar tarde, pero que de cualquier manera iba a ir al bar, que lo esperara. Le contó que la vecina del 3° B lo había invitado a cenar afuera, que iban a ir temprano y que de vuelta la iba a acompañar hasta la puerta de su departamento. A más tardar a la una calculaba que vendría al feca a jugar las partidas habituales. No iba a fallar.

Envidia la suerte del amigo –bueno, no tanta; pinta no le falta–. Salir con una mina tan linda… Sobre todo con ésta, que no le da bola a ninguno pese a estar rodeada de tipos a los que les sobran ganas de tirarse lances con ella. En el Bingo de la convivencia, una viuda atractiva es un pozo vacante que tiene para los varones –aunque no sean jugadores– un incentivo extra que los tienta y los induce a pedir más cartones.

Ya pasaron largamente las cinco. Preocupado piensa, rascándose desorientado la cabeza: “Le habrá pasado algo? Hace rato que debería haber llegado”. Toda la noche, impaciente, miró docenas de veces hacia fuera. Por fin, en la centésima sonríe. Con las últimas sombras que preceden a la luz del domingo que está naciendo, lo ve llegar. Entra. Tiene la cara radiante. Se acerca a su mesa, se sienta.

Empujado por la curiosidad, Alfredo lo interroga:

–¿Cómo te fue, Eduardo? ¡Contame!

La felicidad que lo desborda contrasta con la pena de dejar con la intriga al amigo. Comprende su expectativa, justifica su interés creciente y, lamentando tener que decepcionarlo, pregunta:

–¿Sabés guardar un secreto?

Alfredo responde con énfasis:

–¡Sííí!

Eduardo dice con firmeza:

–¡Yo también!

UN SECRETO

Análisis

Estructura: Dos divisiones y un epílogo

Unidad de espacio: Primera parte en Caballito. Segundo fragmento y epílogo en Devoto.

Unidad de tiempo: Primera parte, una peluquería de damas. Segunda parte y epílogo, un café-bar de barrio.

Personajes protagonistas: Dora, una encantadora viuda madura. Eduardo, su vecino, hombre joven de buena presencia.

Personajes secundarios: Peluquera indiscreta que hace honor a la fama de muchas de las mujeres de su gremio[1]. Alfredo, amigo del protagonista, cultor de la amistad, fanático del billar y aficionado a la especialidad de tres bandas.

Comentario

“Un secreto” tiene forma teatral; está dividido en tres escenas; es un cuento lleno de sugestión y confidencias. En el registro de lengua, mantiene el mismo tono de narración y diálogos en sus tres partes. No tiene la base de acción que elogiaba Allan Poe, la de exponer con claridad el tema central para arribar a un final bien definido. Francisco adhiere a la idea de los que creen que solo rompiendo los viejos esquemas es como puede generarse lo nuevo. En este caso, en este relato el meollo queda oculto y además tiene un final abierto. “Un secreto” muestra más que lo que dice y sugiere más de lo que expone. La actitud del amigo, solo en la mesa, crea un ámbito de expectativa. El suspenso no surge de la trama sino de la narración. Brevedad e intensidad se suman para aumentar el efecto. La primera parte, narrada en primera persona, insinúa lo que va a pasar. El segundo fragmento, relatado en tercera persona, hace sospechar lo que está pasando. El epílogo nos obliga a sumergirnos, a bucear debajo de las palabras, o a buscar detrás de lo escrito; es una invitación al lector a imaginar lo que pasó y no se cuenta,

Marina Ocaña

Licenciada en literatura



[1] Fama que viene de muy lejos. Cuentan que el rey Filipo, al instalarse en una ciudad recién conquistada pidió un peluquero. Al llegar para atenderlo, éste le preguntó: –¿Como quiere que le corte? –Entonces, el padre del que más tarde sería el famoso Alejandro el Grande, muy serio contestó: –En silencio.

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