¿No tuvo en esta Mancha su cuna Dulcinea?
¿No es el Toboso patria de la mujer idea?
Antonio Machado
En el Toboso
Un viaje imaginario
La primera vez que fui a la Mancha era jovencito. Corría el año 1905. Había llegado allí de la mano del gran escritor español José Martínez Ruiz, más conocido por su seudónimo Azorín, que también era periodista de El Imparcial, famoso diario dirigido por su propietario, don José Ortega y Munilla, padre del ilustre filósofo Ortega y Gasset. Le había acompañado a recorrer la misma ruta que trescientos años antes habían recorrido don Alonso Quijano y Sancho Panza. Por entonces no había caminos, por eso hicimos el viaje en un viejo carromato destartalado. En el trayecto, largo y tortuoso, pasamos junto a un labrador que estaba sembrando y yo hice una observación ingenua. El carrero se asombró de mi ignorancia y, sin decir nada, sonrió piadosamente. Al notarlo, don José me dijo al oído con picardía:
-Seguramente está pensando en nosotros: “Estos pobres hombres de ciudad son tan ignorantes porque nunca salen de sus libros”.
Continuamos a los tumbos por caminos desastrosos; tres horas después empezaba a oscurecer, bajamos y seguí los pasos del renombrado autor. Alguien dijo que no es cuestión de merecimientos el recibir alguna gracia de los dioses; tal vez por eso aparecí en el pueblo de Dulcinea que, al instante, pese a su estado ruinoso, me cautivó. No sé si por las sacudidas del carro o por la excitación que tenía, me temblaban las piernas.
Con emoción profunda y un recogimiento casi religioso, puse mis ojos en la villa en la que tres siglos antes habían estado Sancho y el Quijote. Con ajada voz amarillenta, como para sí mismo, el gran escritor dijo a media voz y con amargura:
-El Toboso, ahora es un pueblo vetusto, muerto; aquí se extrema el silencio y hay una condensación de toda la tristeza de la Mancha.
Hechizado por las venerables ruinas, estaba atónito, pero atento a cuanto decía Azorín. Me mostró la desvencijada torre de la vieja iglesia y más adelante, los raídos techos de casas decrépitas con paredes que se caían a pedazos. El silencio era tan profundo que oía la respiración del maestro. Los pocos árboles que se veían, estaban resecos y ennegrecidos por la sequía y el tiempo. Corrales sin animales acentuaban la descarnada y penosa desolación. No había en los alrededores señales de ningún ser viviente. Han dicho que muchos años atrás, el Toboso había tenido una población caudalosa. Tal vez por eso, lleno de tristeza, preguntaba mi instructor:
-¿Cómo es posible que este pueblo haya podido llegar a este estado de desquicio y decadencia?
Seguimos recorriendo calles y solo vimos muros abatidos o cuarteados, puertas trancadas, dinteles caídos, veredas despedazadas. Yo, intrigado, me preguntaba:
-¿Cuál de éstas pudo haber sido la casa de Dulcinea? ¿Era realmente Aldonza Zarco de Morales?
-Algunos han contado que la casa de la inigualable princesa se levantaba en un extremo del poblado. Sigamos buscando-me dijo- que aún deben perdurar sus despojos.
Bajamos por una estrecha callejuela de tierra y pasamos por una abandonada plaza desierta. El literato se detuvo; yo también. Codeándome señaló a su derecha y ante el descubrimiento dijo con entusiasmo:
-Mira, muchacho, este antiguo edificio antaño debió ser grande y de dos pisos, mas toda la parte superior se vino a tierra. Tal vez fue la mansión soñada por el hidalgo, el hogar de la más admirable de todas las princesas manchegas.
Gracias a Dios la hemos hallado -pensé- y empiezo a soñar despierto. Las ramas de un viejo olivo se apartan y liberan al eco escondido de la voz del Quijote, diciéndole con autoridad (la estoy oyendo) a su escudero:
-¡Da voces Sancho! ¡Llama a la sin par Dulcinea, que a estas horas todavía ha de estar despierta!
Frente a la entrada de la casona, envuelto en las sombras cómplices de mi sueño, el fantasma de un anciano enjuto, cubierto por su holgada capa, junto a su rocín inerte…espera…
Francisco Pelegrin(copyright)
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