Ileana Andrea Gómez Gavinoser

lunes, 16 de mayo de 2011

XANTIPA


Mi esposo es un inservible. ¿Qué pude haberle visto? Entonces yo era muchacha y él, un maduro que había pasado los cincuenta. Quizá me sedujo su elocuencia. Para colmo es cabezón, feo y tiene una nariz horrible. Asimismo –¡qué vergüenza!–, últimamente se le dio por caminar descalzo y, aunque va limpio, se viste como un rotoso. Igual que los que no tienen hogar, vive en las calles. Como nunca está conmigo, me acostumbré a hablar sola. Suerte que es dueño de nuestra casa y que tenemos una renta anual de doscientos dracmas, si no sin empleo ni ocupación manual remunerada nos moriríamos de hambre. Mi marido es un inútil, no me canso de repetirlo. A los demás les enseña a ser mejores y él cada vez se pone peor. Si no fuera tan contradictorio, no pretendería enseñar a los hombres a escuchar la voz de sus conciencias; justamente él, que no es capaz de escuchar las quejas de su esposa. Soy la mujer de un incapaz que se apiada de las desgracias ajenas, y le son indiferentes las mías. Si hay algo que me disgusta, es ser humilde a la fuerza.

Al inepto le he dicho: –¿Cómo puedes no querer nada si todo te falta?

El imbécil me ha contestado: –Es divino no querer nada. Vivo mejor que nadie. Soy feliz procurando ser un poco mejor cada día que pasa.

No quebrantaré mi juramento de fidelidad pero ya estoy harta. Nunca oye mis pedidos, solo escucha a su daimon. Mi madre es suegra de un torpe que no quiere nada para él. Yo no soy igual y sí quiero muchas cosas.

La gente dice que tengo mal genio; la culpa es de él, que no me atiende como merezco. A veces me pongo furiosa y lo insulto; él nunca responde, no sabe agraviar. Mi padre tiene un yerno caduco que dice a cuantos lo oyen que para estar junto a los dioses no hay que tener necesidades. Yo sí las tengo y no quiero vivir con esos dioses. Mi hermana es cuñada de un indigente que quiere enseñarle a los vecinos a pensar; él, que no es capaz de pensar cómo ganar dinero para que yo viva mejor. Mis tres niños –el mayor, Lampaques, ya empieza a darse cuenta– son hijos de un caprichoso que quiere convertir a sus amigos en santos. A mí qué me importa la santidad si no puedo renovar seguido mi ropa y no puedo cambiar los muebles de casa. A mi suegro Sofronisco el escultor, no se lo mando a decir; a él mismo le digo que su hijo es su peor obra.

¿Que le grito en la calle? Y bueno, a veces no me puedo contener. Dicen que soy corta de luces, violenta y vulgar; censuran que lo humillo delante de la gente. Sé que esto no está bien, pero qué le voy a hacer si la rabia me desborda. Alcibíades le preguntó por qué me soportaba, pero él de mí conoce solo lo malo. Alcibíades no sabe: no todo lo mío es fiero. Algunas noches me transformo, me vuelvo mansa como una cordera y bien dispuesta. Lo trato con suavidad y cariño y en las sombras él, con su mirada de lince, debe encontrar algo que hace que yo sea soportable. En la oscuridad le compenso los malos ratos que pasa de día.

Ese amigote que tiene, ese que llaman Critón, se queda con la boca abierta cuando le da lecciones sobre el deber. El inútil es caradura. ¿Acaso no sabe que el deber principal del hombre casado es atender bien a su familia? Ese otro, el tal Glaucón, queda embobado cuando le muestra el camino para el conocimiento de sí mismo. Él, que no tiene el conocimiento que cualquier comerciante tiene sobre cómo ganar buena plata.

Hasta el cansancio repite: “Sólo sé que no sé nada”. Sus alumnos tienen menos juicio que él; ni aún así lo abandonan. Parece que quieren entender cómo es ese saber que tiene de la nada. Cada día está más loco; dice que prefiere la amistad de los amigos a todo el oro que pudiera tener el rey Darío. Y esa sarta de compinches: Lisímaco, Arístides el Justo, Tucídides, Nicias y Esquines, hay que ver cómo lo aplauden cuando les habla del valor. Cómo no van a aplaudir si les enseña gratis. Valor… ¡Ja! Valor es el que tengo yo para aguantarlo. Querría que fuera un hombre común. Qué no daría por verlo reformado. Un día voy a animarme. Iré a la Acrópolis, al templo principal, el de Atenea. Le pediré a la Sibila que me atienda, que le ruegue a Palas que me lo haga cambiar. Si no escucha mi súplica, lo mismo me sentiré gratificada; veré en el santuario a la colosal estatua que Fidias hizo de la diosa. Dicen que tiene veintiséis metros de altura. ¿Será cierto? ¿Cómo la pudieron medir?

A Aristipo le sobra la plata y mi marido debería tener vergüenza y no orgullo por no aceptarle honorarios ni regalos al que siendo tan pudiente quiere recompensarlo por su enseñanza. Me contaron que Jenofonte, Fedón, Carmides, Cebes y Critias lo invitaron a un banquete y el muy estúpido, en vez de llenarse la barriga con los manjares que había en la mesa, pasó la noche hablando de la sabiduría. Todo esto es tan cierto como que vivo en Atenas. Esto, y mucho más que no recuerdo. Lo afirmo y lo firmo yo, que soy la mujer del inútil.


Francisco Pelegrin (copyright)

2 comentarios:

  1. quisiera saber si este texto es construcción -creacion del sr Francisco o si es un documento de algun texto.
    muchas gracias.

    ResponderEliminar
  2. ¡Ja, ja, ja, ja! Qué simpático esquicio de la mujer del prohombre. ¡Detrás de un gran hombre también puede haber una terrible mujer!

    ResponderEliminar