Ileana Andrea Gómez Gavinoser

jueves, 19 de agosto de 2010

MENSAJE PARA LA GENTE MAYOR


Me gusta la oscuridad porque en ella desaparecen las formas; sin palabras en la radio, llega hasta mí un silencio denso, envolvente, que me penetra; un silencio ocioso, sin voces, música ni ruidos, que se asocia a la penumbra y trae a mi mente la idea de la Nada. La Nada es un vacío existencial que me paraliza, me desarma; como es la negación de la vida; entonces debo volver a encontrarme viviendo, lo que equivale a decir ocupado. El quehacer es una de las primeras categorías de la existencia; por eso ya mismo debo ponerme a comer, a bailar, a cantar, a escribir, o hacer cualquier cosa que tenga a mano; por ejemplo proyectar, para escapar de la angustia que me jode cuando me pongo a pensar en la Nada.
Para que me acompañe en la noche tendré que inventarme un receptor necesario, para que mi meditación tenga un sentido. Entonces, para ser más convincente, a media voz, en tono confidencial y al oído podré decirle: la vida no es una cosa, las cosas son temporales, tienen principio y fin. La vida como objeto metafísico, como ámbito del suceder, como entorno de cada cual, no es eterna, pero es intemporal. Para que así sea, debés vivir de instante en instante; aferrarte a cada momento con apetito voraz, con fuerza, no como si fuera el último, pero sí como lo que es, una gracia única, irrepetible; un permanente comienzo, la vida más que vivirla hay que festejarla porque es una fiesta.
A cada jovato como yo, y a cada veterana también, gran familia de la generación mía, hermanos de miedos, de sueños incumplidos y fracasos repetidos, les pido no pensar en el ocaso. Pese a las frustraciones y desencantos, pedazos no desechables de nuestro largo vivir, no tolerar la resignación; no conformarnos con lo bueno, aspirar siempre a lo mejor.
Cada mañana que llega trae una promesa virgen; antes de levantarnos invoquemos a Juno, diosa romana de la fidelidad conyugal, de la fertilidad y protectora de los partos, para que nos ayude a parir la vida nueva que nos nace cada día. Para salir a la calle propongo: empezar la jornada canturreando con alegría el viejo tema: “Qué importa que esté lloviendo si el Sol está en mi corazón”. Luego, evitemos el ritmo de vértigo con que se vive; obremos con cuidado, temamos al decaimiento, gocemos con lo que hacemos; hagamos todo con amor; no actuemos precipitadamente, con la desprolijidad de quien escribe un borrador diciendo para justificarse: No importa, estoy apurado, mañana me paso en limpio.
Gonzalo Rojas, con ochenta y cinco años, aún está en plena actividad literaria; el poeta chileno, de juventud inagotable, con humor acostumbra a decir de sí mismo: “Soy un viejoven”. Desarrolla con constancia la teoría de una lozanía permanente aplicada a la vida; él la llama teoría de la mocedad octogenaria, y dice: “La vejez avanza sobre el cuerpo que está indefenso y no hay forma de detenerla; pero la mente de cada uno de nosotros es una fortaleza, y en esa defensa natural, inexpugnable, que Dios nos dio, si está bajo nuestro control, la decrepitud no entra”. Y para que todos podamos sentirnos jóvenes nos invita a mirar al Mundo… “eróticamente”.
El escritor británico Julian Barnes, dijo sabiamente: “El corazón y el cuerpo, envejecen con velocidades diferentes”. Yo, a esa idea brillante, me permito agregarle un par de observaciones personales: Me apena encontrar a cada paso a personas de cuarenta, con corazón anciano, amargo, pesimista y sombrío, mientras otras en cambio, después de los setenta, aún lo tienen lleno de ternura, de optimismo y entusiasmo; colmado de vitalidad y de vida; son corazones que conservan el gusto de reír…, y las ganas de seguir pecando.
Comparo la vida a una sinfonía; antes de los primeros compases el silencio, tras los últimos otra vez, pero en la composición todo es melodía y hasta las pausas son musicales.
Lo mismo pasa con el viviente: antes de llegar al mundo desde un cero sin memoria, para construir una vida con recuerdos, mucho antes de aparecer en la tierra, como fenómeno biológico –después será ente biográfico–, antes de que su historia personal comience, allí está como fondo, aterradora, la Nada. Después del último aliento aparecerá otra vez, pero mientras estás viviendo, la tuya como la mía solo es vida y la Nada –igual a la muerte– debe permanecer afuera, no hay sitio para las dos. Lo esencial de una sinfonía puede aparecer al final; en la vida de cada uno –en la tuya también–, lo mejor podés saborearlo en la última etapa. Igual que en algunas sinfonías, los compases más hermosos pueden aparecer en el último movimiento.


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